miércoles, 22 de octubre de 2014

Perder el control

La letal celebración del joven jugador indio Peter Biaksangzuala, tras marcar un gol que significó el empate de su equipo, parece ser una prueba fehaciente, una más, de que los seres humanos, por mucho control que creamos tener,  no estamos exentos de algún exceso, de alguna acción desmedida, y cualquier cosa puede pasar.

Tras depositar el balón en la red, Biaksangzuala corrió eufórico hacia un costado del área grande y se propuso unas acrobáticas volteretas, con la mala fortuna de que cayó mal, se rompió el cuello y murió.

Con esa misma lógica donde ciertas rarezas, como la del jugador indio, aparecen en medio de narrativas totalmente coherentes, pues es poco común no dejarse poseer por el júbilo durante la celebración de un gol, se proyecta en los cines del país ‘Relatos salvajes’, película argentina dirigida por Damián Szifrón, en la que personajes ordinarios, sin ninguna pretensión distinta a mostrar sentimientos primitivamente humanos, pierden el control hasta coquetear con la muerte y en algunos casos conquistarla.

Se trata de seis historias, no entrelazadas, o mejor, de seis cortometrajes en una misma cinta, en la que el odio, la intolerancia, la infidelidad, y hasta los abusos de un sistema estatal ineficiente y descuidado, se convierten en detonantes de pasiones cargadas de comedia, tragedia, muerte y hasta escatológicas. Humor negro al alcance de los sentidos.

Los relatos de Szifrón ponen al espectador a esculcarse en sus propias pasiones, en sus tensiones ante las tentaciones y en la forma de sortear tales sentimientos. Y es que, ¿quien no ha sentido alguna vez un odio por culpa de un energúmeno conductor?. ¿No se ve todos los días en la calle alguien más energúmeno que aquel, que se baja de su carro a arreglar con cruceta o a puñetazos el saldo que quedó por las palabras que unas cuantas cuadras atrás le habrían de recordar a la madre? ¿Acaso alguien no se ha sentido vulnerado y abusado y con ganas de mandar a la mierda al resto del mundo por un sistema que le dice: ‘primero pague, después reclame, pero su reclamo hay que mirarlo bien para ver si es aceptado por el comité’? En este último caso, el personaje, inserto en un matrimonio desbarajustado, termina en un penal bautizado como ‘el ingeniero bombita’… Y a buena hora es nadie más ni nadie menos que Ricardo Darín (Héctor Sosa en ‘Carancho’ o Benjamín Espósito en ‘El secreto de sus ojos’).

Circunstancias como estas pueden convertir a personas ordinarias en seres humanos dispuestos a matar, como única salida para 'corregir las distorsiones' del sistema. Un entorno que en un brevísimo instante advierten imperfecto. A la manera de William Foster (Michael Douglas) en ‘Un día de furia’, quien tras perder su empleo (él reflexiona después haber hecho lo correcto y dice: ‘el empleo me perdió a mí), exige en un restaurante de comidas rápidas una hamburguesa tan grande, apetitosa y bien presentada como la que está en el mostrador, con metralleta Uzi en mano. Otra pérdida de control ante un sistema -en este caso de venta de hamburguesas- que considera estúpido a un consumidor cargado de estrés y repleto de problemas.




La parafernalia puesta en marcha para la celebración de una boda hace parte de uno de los componentes que acreditan la veracidad del –inesperado- final del último relato salvaje. Es el ‘cuento’ de una pareja de recién casados, cuyas infidelidades expuestas el mismo día del pomposo casamiento desatan una tormenta agradablemente tensionante. El esposo que invita a la fiesta matrimonial a su amante, y su nueva esposa que, tras desenmascararlo, decide huir hasta la terraza del lugar de la recepción del evento, donde termina poseída por un modesto cocinero del equipo de atención de los invitados (ahora frente a los ojos de su marido), hacen de la celebración una truculenta y dramática fiesta en la que –con la complicidad del espectador- parecen querer asomarse el asesinato, el suicidio y la desdicha familiar con señales de infarto. Al final, tanto esfuerzo (la parafernalia para la realización de la boda) y tanta ‘cartas destapadas’ sobre la mesa no hacían que valiera la pena a la nueva pareja trenzarse en una guerra. Y así, a los ojos de los estupefactos invitados, chispeados algunos de sangre, marido y mujer, ya entrados en gastos porque no tienen nada que ocultar, prefieren mejor devorarse intensamente en público, con el control por el piso como el mismísimo pastel de la boda.


3’ de adición: Dios nos libre de perder con ellas el control. De perder el control remoto del televisor.