Todo indica que a los payasos se les acabó el repertorio. Y
el gremio, del que uno tiene la ligera sospecha que está en crisis, entró en
una mayor. En otras palabras, que estaba en ‘Guatemala’ y ahora en ‘Guatepeor’:
La gente, ya sea porque no quiere o porque no puede, no se ríe.
Y entonces por eso una asamblea. Cerca de 200 payasos
centroamericanos confluyeron en una convención. Organizaron en la capital
guatemalteca una cumbre -como si se tratara de jefes de Estado tratando
políticas de fronteras o el cambio climático-, para discutir nuevos
‘performance’ que hagan reír a la humanidad.
La información la trae el portal Lifestyle, reproduciendo un
cable de la agencia EFE. ‘Payasos de A.
Latina se reúnen y desarrollan nuevas estrategias para hacer reír’. No es
un chiste. Se trata de un asunto tan serio que parece imposible.
En efecto, un surtido de bombas cae sobre la franja de Gaza
y los muertos se cuentan por miles. Centenares son niños. Al norte de allí, cruzando
el Mar Negro, la confrontación en Ucrania despide un misil que derriba un avión
Malasio en el que iban cerca de 300 viajeros; la tierra se sacude en China y
cobra la vida de casi 500 almas; al otro lado del océano, 170 mil personas
de una ciudad colombiana cumplen 1.150 días sin tener agua potable; y más… La
gente no tiene motivos para reír, y les toca a los payasos entonces arrancar
con su simposio pro carcajadas.
La cuestión es que el problema parece de esencia. El payaso
desapareció del circo, por supuesto, porque el circo desapareció (o por lo
menos cada vez hay menos), pero también está en vía de extinción su permanencia en las puertas de los restaurantes
ofreciendo un ‘corrientazo’. Y en todo caso, no hace reír pregonando un seco de
lentejas o garbanzos.
Por un lado, Clarence Finlayson, filósofo chileno de origen
escocés, dijo que Jesucristo, por ejemplo, no podía reírse de la comicidad de
los seres humanos; y que si se confinaba solitario en algún lugar y no estaba
rezando era -a lo sumo- para sonreír pero no para reír. Debe ser por eso que ni
en la televisión (ni en épocas de la Semana Santa u otras), ni en el evangelio
dominical aparece en la mente el Santo Padre risueño o poseído por el júbilo. Puede
que exista, pero no resulta fácil tener memoria de una carcajada de Jesucristo.
Por otro lado, esos hombres de pin-pon en la nariz parecen
esconder sendas dosis de melancolía tras sus cosméticos. Dan la sensación de ser
buenos, honorables y caritativos, pero también de vivir en la tristeza, la
depresión y la soledad. “También pensé en las alcantarillas en las que tenía
que dormir algún día”, describe Schnier, el desencantado personaje de ‘Opiniones de un payaso’, del nobel de
literatura Heinrich Böll.
De niño, mi sentir era que la pantomima de los payasos de
Animalandia, aún con el alegre Pacheco a bordo, era hecha por payasos que
refugiaban hombres malgeniados y en el olvido en esos trajes de retazos. Tal
vez por todo esto es que resulta habitual aquel aderezo visual de la lágrima en
la máscara del payaso.
Hay que reír por el contraste o la desproporción de quién
sabe qué. Y es que es tan excesiva la corrupción y la desgracia, que a estas
alturas produce cierta confusión poner a un payaso en esos menesteres de hacer
reír.
Recuerda el escritor portugués Eca de Queiroz en ‘la decadencia de la risa’, que esta se
acabó porque la humanidad se entristeció. Y que si “por acaso alguien, por
profesión tradicional como los payasos, o por contraste, o por nostalgia de la
antigua alegría, desea resucitarla, procura hacer reír al mundo, solo consigue
arrancarle tal o cual risa cascada, corta, áspera, rechinante, casi dolorosa,
que parece resultar de cosquillas brutales hechas en los pies de un enfermo”.
La cumbre de payasos parece tener el fin de hacer esas
cosquillas. Solamente que ellos deben hacérselas a una sociedad de enfermos
terminales.